Por su revelador e impactante contenido, la misiva del excanciller Álvaro Leyva al presidente Gustavo Petro suscita una inevitable pregunta: Carajo, ¿en manos de quién está Colombia?

Uno tras otro, los gravísimos señalamientos de Leyva son un torpedo de frente en la línea de flotación del primer gobierno de izquierda de la historia del país. Algunos de sus habituales defensores ya se han apresurado a interpretarlos como un acto de alevosía. Y ciertamente lo son, viniendo de quien vienen. Pero también pueden entenderse como un arrebato de genuina honestidad en un momento de enorme incertidumbre política. Tardío, indiscutiblemente, aunque indispensable para un país que con frecuencia se descubre desorientado por el beligerante argumentario del mandatario que desbarranca en el delirio.

A primera vista, el memorial de agravios del habilidoso excanciller refleja la frustración e impotencia de un personaje político dolido en su exceso de autoestima tras ser retirado por la puerta de atrás de un gobierno con el que se sentía plenamente identificado y en el que –desde la campaña– había apostado, a todo o nada, la última carta de su vasta vida pública.

Decepcionado o desengañado, solo él lo sabrá con exactitud, se aparta esta vez del lenguaje críptico o enigmático que usó en anteriores admoniciones publicadas en sus redes sociales para exponer con crudeza aspectos personales del jefe de Estado y de su círculo de confianza, del cual –ahora está clarísimo– él no hacía parte. Y en honor a la verdad, casi nadie tiene acceso a las redes de poder real del Ejecutivo. Petro, confiesa el excanciller, no trazó con él la política exterior de la nación. Tampoco lo veía ni hablaba con la regularidad debida.

En todo caso, los destrozos causados por las afirmaciones de Leyva son considerables. Niega la pertenencia de Petro, tan reivindicada por él, a la cúpula o primeras filas del M-19. Lo deja como un mentiroso. Peor aún, lo señala de ser un drogadicto, como asegura haber comprobado en una visita oficial a París en junio de 2023, famosa por la desaparición durante dos días del mandatario. Nunca se supo en qué andaba. Ahora, en respuesta a la acusación de su otrora compañero de viaje, el jefe de Estado precisa que se encontraba ejerciendo de padre y abuelo en la ciudad de la luz. No sin antes arremeter contra la prensa.

No contento con sembrar dudas sobre el estado alterado de conciencia del presidente por su supuesto problema de consumo aún no resuelto, el excanciller también pone en tela de juicio su salud mental. Redunda sobre sus “llegadas tarde”, “viajes carentes de sentido”, “inaceptables incumplimientos”, “frases incoherentes” e “intervenciones públicas con amenazas innecesarias”, entre otros rasgos de una personalidad que retrata como caótica, para acusarlo de ser un “provocador” que “abusa del poder” e “incita a la lucha de clases”.

En su extenso relato incriminatorio, Leyva describe a Petro como la víctima de una trampa, un rehén de sus propios funcionarios que le hacen un “terrible daño”. Laura Sarabia, a la que califica como la “dueña de su tiempo” o quien le “satisface algunas necesidades personales”; Armando Benedetti, del que reitera es un “adicto a las drogas”, y Ricardo Roa. Como dirían algunos, están comenzando a aparecer las llaves. Y esto no es un eufemismo.

Dependiendo de la esquina ideológica o mapa mental en el que se sitúe el receptor, el desahogo de Leyva es posible leerlo como una verdad incómoda, hasta ahora inconfesable pese a evidencias que sustentan parte de los señalamientos, o como una conspiración política en toda regla que pretende atacar la consulta popular del ‘Gobierno del Cambio’. Lo que resulta hilarante es que petristas digan que el excanciller lidera una estrategia de la oposición, como si este hubiera sido su caballo de Troya. Eso es un error y una deslealtad.

Desde hace un tiempo, en particular tras el consejo de ministros de cuchillos de frente y por la espalda, cada vez más sectores del país sienten que el barco en el que navegamos hace agua. No son intentos mezquinos para cerrarle el paso al presidente Petro, quien venció en las urnas, ni a quienes aún son leales a su proyecto político, aunque de eso también habrá, sino de constatar cómo ellos mismos se ningunean, enredan en sus laberintos conspiranoicos, fragmentan por pugnas de egos o luchas fratricidas, siendo incapaces de garantizar la gobernabilidad que las crisis nacionales o territoriales demandan. Lo dicho por Leyva es apenas un síntoma de una enfermedad general en la que la opacidad hace metástasis. En aras de la verdad, el jefe de Estado debe actuar para recuperar su credibilidad acallando con hechos los rumores o sospechas que contagian de oscurantismo su Gobierno.