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El presidente de Brasil, Michel Temer, hereda un país dividido políticamente, con la mayor recesión de las últimas décadas y con una sociedad que desconfía de sus dirigentes, hastiada de una sucesión de escándalos de corrupción que parece no tener fin.

El mismo día en que el Senado decidía destituir a Dilma Rousseff y confirmar a Temer en el poder, se hacían públicos los últimos datos económicos, que no dejan lugar para el optimismo y que, según el nuevo Gobierno, justifican la necesidad de avanzar en recortes y en privatizaciones de forma urgente.

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Pero además de una crisis económica sin precedentes en un cuarto de siglo, el nuevo presidente de Brasil debe recuperar la confianza de una sociedad dividida y descreída de la clase política.

Los escándalos de corrupción que minaron a Rousseff salpican también al propio Temer y a dirigentes del su partido, el poderoso Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB).

Apenas unos días después de asumir interinamente, el pasado mayo, Temer tuvo que cambiar a tres de sus ministros por acusaciones de corrupción y su principal aliado en el proceso de destitución de Rousseff, Eduardo Cunha, dejó la presidencia del Parlamento acorralado por la Justicia.

No es de extrañar, en este contexto, que los brasileños miren con recelo a sus políticos, hasta el punto de que, según los sondeos, si Temer, que apenas roza el 10 % de popularidad, o el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva -que pasó de ser el político mejor valorado de Brasil a estar en la mira de la Justicia por corrupción- apoyaran a algún candidato para las elecciones municipales del próximo octubre, le harían un flaco favor.

Una mejora en el bolsillo de los brasileños contribuiría a mejorar la imagen del nuevo presidente, que cuando asumió de forma interina se comprometió a trabajar para sacar al país de la crisis, aunque apenas tiene dos años y medio años -hasta el 1 de enero de 2019- para lograrlo.

Los mensajes a los mercados lanzados por el Gobierno de Temer no han tenido, hasta ahora, el efecto esperado, y las cifras anunciadas hoy mismo confirman un avance en el deterioro económico.

La economía brasileña cayó en el primer semestre un 4,9 % frente al mismo periodo del pasado ejercicio, su peor resultado en un cuarto de siglo, según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE).

Los retrocesos afectaron a todos los sectores, pero muy especialmente al consumo de las familias, que se contrajo un 5 %, arrastrado por la inflación, el crédito y, sobre todo, el aumento del desempleo: Brasil ha perdido 1,7 millones de puestos de trabajo en el último año.

Además, el país acumuló, entre enero y julio, un déficit fiscal primario próximo a los 11.100 millones de dólares, el mayor para el período en la historia del país, de acuerdo con el Banco Central.

Sólo en julio, los gastos públicos superaron los ingresos en unos 3.900 millones de dólares, un récord histórico para este mes.

Por si no fuera suficiente, buena parte de los estados están en una situación que roza la bancarrota, como le ocurre a Río de Janeiro, que tuvo que declarar 'calamidad pública' el pasado junio para conseguir los fondos federales necesarios para avanzar en la preparación de los Juegos Olímpicos que se celebraron en agosto.

El cuadro económico ha llevado a varias agencias de calificación a reducir la nota de riesgo de Brasil e incluirlo entre los países que no ofrecen garantía para los inversores.

En un intento de calmar a los mercados, Temer trabaja para sacar adelante su propuesta de limitar el incremento público a la inflación y su reforma del sistema de jubilaciones.

Para salir airoso, el nuevo presidente tendrá que contar con el respaldo de antiguos aliados de Rousseff. Enfrente, tendrá al Partido de los Trabajadores, herido y, por ahora, debilitado tras perder el gobierno que mantuvo durante 13 años.