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Los rescates en barco en los barrios inundados de la ciudad de Porto Alegre, al sur de Brasil, continúan sin descanso, después de que las autoridades alertaran de una nueva subida del río Guaíba en los próximos días.

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EFE acompañó a una lancha que salió con vecinos que querían asegurarse de que nadie había entrado en sus casas a robar, y regresó con más vecinos hartos de la humedad, tras varios días con metro y pico de agua, y un gato.

El concejal Moisés Barboza, de botas y chubasquero, ha llegado por la mañana con su propia barca pesquera al paso elevado de donde salen los rescates hacia Humaitá, un barrio humilde de casas con techo de chapa que está completamente inundado.

“Es de metal, seis metros de longitud y de quilla plana, perfecta para esto”, comenta Barboza, de 45 años, con voz de autoridad tras haber rescatado a 200 personas, “sin contar las mascotas”, en la última semana y media.

Según las autoridades del estado de Rio Grande do Sul, más de 600.000 personas han tenido que desalojar sus viviendas por culpa de las peores inundaciones en la historia de la región. La mayoría residía en la región metropolitana de Porto Alegre, con una población de unos 4,3 millones.

En el muelle y bajo una lluvia que no para, ya están esperando vecinos que necesitan un aventón para adentrarse en las aguas marrones.

Sentado en la proa y remo en mano, Adriano Vargas, transportista de 40 años, quiere ir a ver cómo están la casa, los perros y las gallinas que tuvo que dejar en la huida: “Lo primero que uno piensa es en salvar a la familia”.

Después de unos cuantos ruidos porque el motor aún está frío, la lancha parte por la que era una calle de cuatro carriles. El nivel del agua varía según el lugar; a veces supera el metro y otras son 30 centímetros, por lo que hay que parar el motor y empezar a remar.

Incluso sin luz ni agua corriente, hay quien se ha quedado en casa por miedo a los robos.

“No queremos perder lo poco que hemos conseguido conquistar a lo largo de nuestra vida”, apunta Dyelen da Silveira, de 31 años, tras subirse a la lancha a mitad de camino para llevar medicamentos a un hermano esquizofrénico que se quedó junto a un tío para vigilar la casa inundada.

Corren relatos de vecinos expulsados de sus casas por los ladrones y de voluntarios asaltados que perdieron sus motos de agua, el bien más buscado por los malhechores.

“Ahora a la izquierda, por la gasolinera, por favor”, dice Vargas.

“No puedo, es contra dirección”, bromea Barboza.

Vargas y Da Silveira entran por las ventanas del segundo piso, desde donde agradecen el viaje levantando el pulgar.

Antes de volver al embarcadero, Barboza pita el silbato y grita ¡rescate! para alertar a quien necesite salir del barrio.

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Doblando una esquina, aparecen la enfermera Ana Paula Machado y su amigo Wagner Souza en la azotea agitando los brazos. Salen por la entrada principal donde el agua cubre hasta la cintura y cierran bien con llave.

Ambos en la cuarentena, volvieron a la casa hace tres días para evitar que la robaran, pero ya no pueden más. Ella lleva un álbum amarillo con fotos de la familia y él a su gato, que se ha negado a dejar atrás.

“Tranquilo, Lilico, es como cuando vamos a la playa”, le dice al gato, que no para de maullar.

De vuelta al muelle, Barboza apunta a un marca y dice que el agua ha vuelto a subir con las lluvias. Por la tarde, aunque sea Día de las Madres, saldrá de nuevo.